martes, 26 de febrero de 2013

Fábula de las buenas intenciones.

Lola era una perrita foxterrier que durante doce años me hizo compañía y que a lo largo de su vida parió numerosas camadas.

Uno de los cachorros de una de ellas fue a parar a la casa de don José.

Don José poseía una enorme casa a las afueras del pueblo, rodeada de una extensa finca por la que había ido distribuyendo con el paso de los años, castaños, colmenas, madrigueras de conejos y árboles frutales, aplicando sabios criterios de sostenibilidad.

En su larga vida había tenido don José una gran cantidad de perros, en su mayoría dedicados a la caza (de la que había sido apasionado) y en aquella época de la que hablamos, abandonada la afición cinegética a causa de su avanzada edad, poseía dos enormes mastines que hacían la tarea de guardianes dentro de la finca, limitada  por un muro de considerable altura.

El cachorrito foxterrier se ganó inmediatamente

la amistad de los mastines y el cariño de don José quien, por primera vez en su vida, colocó un canasto junto a la chimenea y permitió que el perrito se criara dentro de su casa.

Se le puso el nombre de Carra y el cachorro entró a formar parte de aquella numerosa familia.

Dos años después, don José y el Carra eran inseparables. Desde el momento del desayuno hasta la noche, el perro acompañaba a don José trajinando por la finca, jugueteando y correteando cariñoso con los mastines (con los que había forjado una amistad absoluta) alertando con sus ladridos de la llegada del cartero, de la proximidad de las vacas de Casiano o de la veloz carrera de algún gazapo.

El entendimiento entre el perro y el amo era tal que don José  lo llevaba a todas partes, incluso a la hora del café, cuando con el coche se acercaba al pueblo para jugar la partida con sus tres amigos de siempre. Lo llevaba con él sin necesidad de correa pues la obediencia del Carra era ejemplar.

Mientras se desarrollaba la partida, que podía ocupar un par de horas, Carra permanecía  sentado a los pies de la silla de don José vigilando sus espaldas, hasta que éste se levantaba y le decía : ¡Vamos Carra!.

Tras una enérgica sacudida, Carra caminaba al lado de su amo hasta el coche, al que se subía con muestras de felicidad, tras levantar exageradamente la pata y mear, siempre sobre la misma rueda del vehículo de su amo.

Una tarde, a mitad de la partida,  el Carra se escabulló del Café. Don José, que se percató de la “escapada” del perro, decidió no darle importancia y atribuir la desobediencia a los irresistibles efluvios de alguna perra encelada, pero terminada la partida y harto de llamarlo y esperarlo inútilmente les dijo a sus amigos: "Voy, a subirme al coche y me voy a casa. Si vuelve el Carra y lo veis por aquí lo sujetáis con una cuerda y me llamáis por teléfono para venir a recogerlo" .

Transcurrió un buen rato y los tres amigos, ociosos y preocupados por el extravío del perro, decidieron dar una vuelta por el pueblo para intentar localizarlo y al doblar la primera esquina lo vieron tumbado plácidamente frente a la puerta de un comercio.

Valiéndose  del cinturón de uno de ellos como lazo, los tres amigos capturaron al perro y con él se dirigieron al Café para telefonear a don José y darle la buena noticia, cuando a uno de ellos se le ocurrió utilizar su propio vehículo y llevar al Carra a su casa sin molestar al amo.

El perro no cooperaba para subir al coche desconocido pero gracias a la improvisada correa lograron introducirlo en el maletero y ponerse en marcha.
Llegados a la cancela de la finca les vinieron a recibir los dos mastines con gran escándalo de ladridos y gruñidos, atemorizando a los tres amigos que, sin atreverse a abrir la cancela, optaron por echar a Carra por encima de la misma y dar por concluido el asunto.

Así lo hicieron y jamás se olvidarían de ello, pues antes de que las patas de aquel perrito rizoso blanco con una mancha negra en el lomo tocaran el suelo, los mastines se arrojaron sobre él y en unos instantes le dieron muerte y lo despedazaron a dentelladas ante sus atónitas miradas.

Aterrorizados por el drama que habían presenciado subieron al coche y se volvieron hacia el pueblo, más cuando habían recorrido la mitad del camino se cruzaron con el Carra que subía a paso ligero de vuelta a su casa.

Fue entonces cuando los amigos de don José se dieron cuenta de que se habían confundido de perro.

Esta historia nos enseña que  

“el ser humano,
 en algunas ocasiones,
 comete barbaridades
 con sus mejores
 intenciones”.

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