viernes, 5 de noviembre de 2010

Aguas Blancas

La espuma de las olas rotas forma parte del paisaje costero. La línea limítrofe entre mar y tierra es blanca y espumosa a los pies de los interminables acantilados que desde el faro se pueden contemplar. La cantidad, el tono de la espuma, los trazos que dibuja sobre el océano, son el fruto de la resaca, de la mar de fondo o de la uniformidad de sus embates.

Quien intenta conocer la mar se fija en ese tipo de detalles buscando incansable la manera de robarle sus secretos, de recortar la melena al sansón del océano. Aprende a leer en la espuma como en la cola de un perro… o en un cruce de miradas. Por las riberas de los acantilados serpentean largos y dificultosos senderos hasta la orilla del mar. El ascenso o el descenso por ellos no tiene mayor importancia para las gentes que a menudo los transitan: los percebeiros.


Estaca de Bares.
Aguas Blancas
Los percebeiros leen en la espuma de las olas rotas. Hay una mar traidora que se adormece en los embates hasta, relajada, esconder su furia, para, ¡de repente!, acometer con la violencia multiplicada en zarpazos terroríficos capaces de destrozar a un hombre en unos instantes. A esa mar le llaman algunos percebeiros “agua blanca”. 

Ellos, que a diario se mueven por ese trazo blanco y corren, saltan, suben y bajan esquivando con agilidad felina los homicidas abrazos de las olas, no trabajan los días que hay “agua blanca”, ni siquiera descienden los senderos. Ven la espuma desde lo alto y dan el día por perdido.

Aquella mañana húmeda de noviembre, desde la linterna del faro, las líneas blancas que se divisaban flotaban alejadas de la costa y paralelas a ella discurrían hasta perderse de vista. 

El farero comenzó a desdoblar y colgar las cortinas que,
en caso de salir el sol, protegerían las lentes de el efecto lupa. A continuación, anotó en el libro de servicio. Vendaval flojo, cielo cubierto, agua blanca, sin novedad. Recogió el correo que debía enviar y salió del aislado edificio. En el aparcamiento dos coches; el suyo y el de Suso, quien escudriñaba la costa apoyado en la barandilla del mirador, o así lo parecía. Su cabeza, sobre los hombros adormecida, era una ebullición de incongruencias, una pirámide de preocupaciones.

- ¿Como la ves?-

- ¡Agua blanca!, pero se va quedando.-

- Hoy no quiere la mar que se cojan percebes.-

- Ya lo sé farero, pero mi sueldo esta allá abajo.-

- Olvídalo Suso. Hazte a la idea de que hoy estás en paro. - 

- Si estuviera en paro cobraría para ir tirando. Tengo un fin de mes muy malo.-

- Búscalo en tierra. Mañana será otro día.- 

- Algo se me ocurrirá.- 

- Claro que si. Voy a echar el correo. Hasta luego.- 

- Hasta luego.- 

El coche se fue perdiendo tierra adentro. El de Suso estaba aún en el aparcamiento cuando regresó. A las cinco, comenzó la búsqueda. Suso nunca más apareció.

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