Vista desde Cabo Vidio |
Las cuatro de la tarde, y allí tumbado sobre aquella alfombra natural con la mirada fija en las cristalinas aguas, el farero hilvanaba una estrategia encaminada a terminar con la pesadilla que lo había desvelado durante toda la noche y que aquella mañana se había convertido en una obsesión capaz de perturbar la enorme paz que hasta entonces le había rodeado.
El día anterior había bajado por
aquel sendero para practicar pesca submarina y se había metido en el mar hasta la cintura. Se había colocado las gafas y metido la cabeza bajo el agua para comprobar que estaban bien ajustadas y allí empezó todo; una enorme lubina le miraba curiosamente a tan solo un par de metros de sus narices. El fusil aún estaba descargado. Mientras con un ojo vigilaba el pez, con el otro revisaba la carga del arma que en un tiempo récord estuvo lista. La lubina permanecía descaradamente inmóvil junto a él y ya el arpón la apuntaba cuando dio unos coletazos y se colocó al otro lado. Con el mayor de los sigilos el farero se fue girando y cuando la tuvo enfrente, la lubina volvió a coletear con tal potencia que desapareció mar adentro produciendo en la arrancada un zumbido muy parecido a un adiós. Dos horas largas se pasó el farero buscando inútilmente el escondite de aquel hermoso pez, sin descubrirlo y esa noche apenas había pegado ojo.
“Estas lubinas grandes que nadan sueltas
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Cabo Vidio |
A la mañana siguiente, tal como había planeado, se metió en el agua, miró y la lubina no estaba por ninguna parte. Cogió una piedra del fondo y golpeó contra el cañón metálico del fusil: fue como si la llamasen al timbre, apareciendo instantáneamente y colocándose a tres metros de él curiosa y arrogante. Sin estirar el brazo disparó el fusil que apuntaba directamente a la cabeza del pez.
Sorprendentemente el arpón se detuvo apenas a unos pocos centímetros del blanco; la cuerda se había liado y un nudo impidió que llegara al límite de su recorrido.
El pez permaneció inmóvil, y mas curioso que preocupado estuvo frente a él supervisando toda la operación de desliar la cuerda y cargar de nuevo, momento en que, como había hecho con anterioridad, desapareció entre poderosísimos coletazos.
Esto había sucedido aquella misma mañana, y resultaba suficientemente serio como para quitarle el sueño nuevamente a aquel hombre. El día anterior no había pescado nada, y esa mañana también la había perdido buscando la lubina sin haber conseguido localizarla.
Ningún otro pez merecía su atención, todos eran más pequeños e ingenuos. Lo peor era que estando alertada por el disparo fallido, no era fácil que volviera a ponerse a tiro.
Una cosa tenia clara el farero que desde su linterna se sentía amo y señor de aquellas costas, y era que no podía seguir pescando y explorando sus dominios con la certeza de que allí mismo, bajo su faro, vivía una hermosa lubina que él era incapaz de pescar.
Aquella tarde, tumbado sobre su tapizada atalaya, tuvo otra idea e inmediatamente puso manos a la obra. Subió al faro y armó un trozo de palangre con ocho anzuelos, cogió de la nevera un pulpo que guardaba para la cena y enhebró cada una de sus patas en los anzuelos, colocó todo ello en un caldero y se dispuso a esperar la bajamar de la noche.
Poco antes de esa hora y aprovechando los destellos del faro para descender por el sendero, se acercó a la orilla. Allí, entre dos grandes piedras que limitaban el regodonal en el que había visto la lubina, amarró el palangre y se subió a su faro.
Aquella noche tampoco pegó ojo. La lubina se había paseado por su imaginación durante largas horas, el farero estaba obsesionado con aquel pez que con toda certeza acabaría en sus manos.
A la mañana siguiente descendió de nuevo por el sendero, se detuvo en aquella atalaya y desde la altura miró a la orilla… ¡y allí la vió!. Las olas aún la bañaban y la dejaban en seco al retirarse. A toda velocidad descendió el angosto sendero, se acercó a ella, la sujetó suavemente por la boca y la soltó del anzuelo. Acto seguido la posó en un pozo de poca profundidad, en donde la lubina se puso a nadar lentamente buscando una salida inexistente. Durante un largo rato el farero permaneció inmóvil observando aquel hermoso pez, luego se metió en el pozo y acarició aquella maravilla del mar que respiraba afanosamente y se recuperaba de la lucha que había mantenido por su libertad desde que en su ronda matutina se había encontrado con una exquisita pata de pulpo y…
Luego, con toda la suavidad de sus manos, como si temiese romper alguna de las escamas que cubrían el pez, lo llevó a la orilla.
“Ahora espabílate” - le dijo - “y si me vuelves a ver en el agua esfúmate, porque no se si volveré a perdonarte”.
Y la soltó.
La lubina se fue alejando lentamente. Cuando le pareció oportuno dio unos coletazos y desapareció mar adentro como había hecho en otras ocasiones.
Esa noche el farero durmió de un tirón.
A la mañana siguiente el amoroso canto de un mirlo lo fue llevando de la ilusión del sueño a la realidad de un nuevo día.
- “Hoy tampoco llueve. Me apetecen unas barbadas para cenar, voy a preparar la vara”.
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