Nunca fue amiga del marino esta niebla
que empapa ropas y huesos, que despierta dolores en heridas dormidas,
que ciega ojos y da luz a recuerdos, que distrae las mentes en paraísos y
en infiernos de nostalgia.
Entre la niebla, las proas de los
buques cortan el mar sin amoderar, lanzando toques de sirena a
intervalos regulares para avisar de su rumbo a otros navíos…, hasta
que entre la bruma fantasmal una sirena que no es de barco les responde
y en ese instante, el peligro que dormitaba en la monotonía se
despierta y lo ocupa todo.
Esto ocurría invariablemente en el mes
de junio en que, como aquella tarde, comenzaba el periodo de nieblas y
era entonces
cuando por las minúsculas gotas suspendidas, sin causarles
el menor daño, monótono y pesado, el grave son de la sirena paseaba y se
dejaba oír.
Salterra estaba contento.
Tenía mil motivos para estarlo, pero los anteriores se quedaban ocupando el recipiente de su vida, detrás de éste último.
De nuevo se había adelantado a ella y cuando eso ocurría Salterra se felicitaba.
Había llegado a las cuatro de la
tarde, distraídamente, arrastrándose zalamera monte abajo para borrar de
un soplo el paisaje, para confundir a las delicadas palomas mensajeras o
a los acorazados navíos y se había dejado caer sobre el espejo del mar
en un bis-veo.
Pero él la estaba esperando.
Supo que vendría a visitarle cuando se
disponía a enviar el correo, a media mañana. Observó que una pequeña
nube cubría la cima del “Facho de Maeda”.
Vigilar la niebla era una parte de su
trabajo, aguardar su aparición y en el momento en que se posa sobre el
mar en torno al faro, poner en funcionamiento la sirena.
Los detectores de niebla no daban buen
resultado, pues no distinguían entre un chubasco, una bandada de
gaviotas ó la propia niebla que se presentaba sin previo aviso a
cualquier hora del día ó de la noche, cualquier día del año,
preferentemente cuando comienza el mes de junio, por lo que tres
personas tenían asignada la tarea de hacer sonar la sirena cuando la
niebla aparecía y de mantener encendida la luz del faro durante la
noche, todas las noches: eran los fareros.
Durante el día ó la noche, la niebla
limita enormemente la seguridad de la navegación marítima, momento en
que las ondas de sonido de la sirena resultaban la única referencia en
ocho millas mar afuera para los marinos.
Las manos de aquellos fareros tenían
nuevamente la oportunidad de evitar que los navegantes que desorientados
por la ausencia de referencias visuales se aproximasen a los bajíos del
Cabo, se aproximaran a los acantilados de la Estaca.
Regresó al edificio y abrió el grueso
portón de la sala de máquinas para comprobar que el funcionamiento de la
sirena era correcto. Se dirigió al cuadro eléctrico y pulsó un botón de
baquelita granate, a caballo de un rótulo de doradas letras en el que
se leía: MOTOR.
Lentamente, en la sala contigua, el
motor eléctrico del convertidor comenzó a producir en su interior el
giro que aumentaba de revoluciones, convirtiendo, de acuerdo con las
leyes de la física, la corriente eléctrica de 220 voltios y 50 ciclos,
en otra de 400 voltios y 100 ciclos.
En el armario de conexiones, accionada
por otro motor mucho más pequeño, había una rueda dentada y fijada
sobre ella por un extremo e inclinada, había una ampolla de vidrio del
tamaño de un meñique, conteniendo un tercio de mercurio, que comenzó a
girar muy lentamente.
El volumen brillante del mercurio que
ocupaba el extremo inferior de la ampolla se iba desplazando lentamente
hacia el extremo superior por el cual salían (o entraban) dos cables de
plata.
La velocidad del giro aumentaba tan
despacio como la de su fuerza centrífuga, mientras en la ampolla, el
mercurio se fue elevando hasta ocupar la zona superior de la burbuja
poniendo en contacto los dos cables. En ese momento, en el cuadro
eléctrico se encendió una luz roja en cuyo rótulo decía: VIBRADORES.
Escuchó el choque metálico de los
interruptores magnéticos, que conectaron la corriente eléctrica generada
en el convertidor con los electroimanes, situados en el interior de las
bocinas de fundición, en el edificio del acantilado.
En ese momento, una luz verde se encendió junto a otro botón rectangular, y Salterra lo pulsó.
En el rótulo, de bronce abrillantado, entre dos caracolas marinas decía: SIRENA.
En la caseta del acantilado, las chapas de acero firmemente sujetas, comenzaron a vibrar.
–Bóóóóóóó….–.
Una batería de pilotos rojos se
encendió en el cuadro y sobre ellos, las agujas de otros tantos
amperímetros se desplazaron rítmicamente hacia la derecha.
Contó
mentalmente 1, 2, 3, 4, 5, 6.
Se apagaron los pilotos y las agujas volvieron al reposo.
El ruido producido por el motor, que no era poco, parecía simple ruido de fondo cuando callaron los vibradores.
Salió del edificio y volvió a mirar hacia Maeda.
– ¡Así que del Este! Ya te he visto.
– Bóóóóóó….
- 1, 2, 3.
Regresó a la sala de máquinas. De nuevo los pilotos se encendieron y las agujas se tumbaron.
– Bóóóóóó….
- 1, 2, 3.
Aguardó unos segundos.
– Bóóóóó….
- 1, 2, 3.
Volvió a pulsar los botones en el orden inverso. Cuando se hizo el silencio, cogió el correo y se subió al coche.
– ¡Ahora vengo! No te escondas porque ya te vi.
Regresó del pueblo con prisa. Iba
dispuesto a esperarla leyendo. Le daría un repaso a la novela atascada y
tendría preparada una música apropiada para recibirla.
Engulló un bocadillo y, con la novela
en la mano, subió a la torre del faro y orientó la única butaca hacia el
Sur. Miró a su derecha y vio el horizonte del mar, giró lentamente el
cuello y fue encontrando tierra, montañas, el camino, el pueblo y el
montículo de Maeda, oculto ya bajo un techo de algodón.
Continuó girando, viendo las playas, la ría, la costa y de nuevo: el mar. Todo ello bajo un cielo blanquiazul. Tomó asiento y se dispuso a aguardar…, y a leer.
Se hizo esperar, pero llegó.
Capitulo a capitulo se fueron borrando
los montes y página a página se borró el pueblo del paisaje y un trozo
visible de cielo abrazó la Estaca de Bares.
Cerró el libro y se puso en pie, eran
las cuatro de la tarde, y ya estaba allí. Bajó a la sala de máquinas y
apretó aquellos dos botones.
El sonido del convertidor rompió el silencio del tranquilo faro. Sonó el choque de los interruptores y a continuación:
– ¡Bóóóóóó…!.
Subió de nuevo a la torre, se colocó
los auriculares y pulsó el “play” de su walkman. Mientras la niebla
abrazaba la acristalada cúpula, comenzó a sonar la celestial voz de
María Callas en Lucía di Lammermoor: “quando rapito en estasi”. Cerró
los ojos. De lejos, monótono, se dejaba oír:
– Bóóóó…….
– Bóó…….
– Bóó…….
– Bóó…….
Le pareció sentir, entre la niebla, que la tierra y el cielo se habían juntado.
—————–
Eugenio Linares Guallart.
La sirena de la Estaca de Bares tiene un alcance de ocho millas. Su característica es la letra B en el código Morse (-…).
La puesta en marcha de la sirena es
una de las tareas más gratificantes para un farero por la ayuda que
presta a los navegantes en esos momentos.
En los años 90, para evitar el
conflicto surgido por la atención continuada de las sirenas, los fareros
recibieron un comunicado en el que se les liberaba de la obligación de
poner en marcha las señales acústicas en los casos de niebla.
Muchas sirenas no volvieron a cantar.
Algunos fareros no hicieron caso de aquel comunicado.
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