viernes, 10 de agosto de 2012

Un dia de viento

Faro de la Estaca. Estaca de Bares.
Linterna del Faro
El paisaje, por veces, resultaba inaccesible de otro modo que no fuese contemplado desde debajo de aquella cúpula acristalada que asomaba sobre el mar, abrigado allí de los racheados vientos que obligaba a colocar piedras de considerable tamaño en los tejados de las casas para asegurar su integridad..

Los días de viento en aquellas latitudes resultaban desesperantes. Imposibilitaban lo que Salterra llamaba “la armonía en la naturaleza” y todo lo que ocurría, tenía forzosamente que ocurrir con su complacencia o por su voluntad.
Los abundantes días en los que Eolo se mostraba violento, no había mejores cosas que hacer, que las que no requerían salir de la casa. El hecho más simple, el abrir la puerta, se complicaba hasta requerir una estrategia operativa y, con un esfuerzo suplementario, evitar el portazo o el arrancamiento de la puerta.
Nos enfrentamos al viento. A él no le importa que lo hagamos: él son miles de caballos desbocados bajando una pendiente a tumba abierta; cuando te tienes que hacer un ovillo en el suelo para poder aspirar aire, comienzas a ser consciente del poder de los elementos, muy particularmente del viento.

Si el refugio ha sido bueno, con los pies en la tierra donde pisa el buey, el viento pasa y pasó. Cuando te zarandea en una pequeña embarcación puedes incluso volver a tu infancia; puedes ser el corcho que has tirado al torrente para comprobar por donde es capaz de salir después de un recorrido imprevisible….., y tal vez puedas contarlo.

Las tardes en que el viento era excesivo, Salterra las distraía en
la linterna del faro hasta el atardecer, ocupado en limpiar meticulosamente los novecientos prismas curvos y lentes de cristal de roca tallado, piezas únicas con mas de un siglo de antigüedad, instaladas mediante masilla refractaria en unos soberbios montantes de bronce, con grabados de navíos y ballenas, de manera que hacían el efecto de enormes lupas, capaces de concentrar la claridad producida por la lámpara de 3000 vatios a 25 Km. de distancia. Desde allí el viento casi se podía disfrutar.
Salterra sabía de vientos, algo; como de casi todo: Algo. No le resultó familiar aquel excitante tono en que se coloreaban las nubes por detrás de los Aguillóns, tal vez veinte millas por detrás. Las nubes eran de viento sin duda; eran cuchillas enormes y meticulosamente afiladas, de un atractivo color mezcla de naranja y fucsia, que apuntaban hacia él.
En aquellos momentos encendió la lámpara; el sol se ocultaba. Estaba soplando muy fresco. Ya se podía observar ese poderoso momento en que el viento desafía la verticalidad de la gravedad y el agua del océano ascendía por las riberas del acantilado y se desparramaba por las huertas salando todo. Los matorrales enteros de puntiagudos tojos eran arrancados y disparados en volandas, amenazando alocados a todo lo que a su paso se interponía.
A veces el viento es aún más gamberro y terco; porque el viento es esas dos cosas y más, y se ceba en una ventana que, por estar allí colocada, no tiene más remedio que plantarle cara, y se la planta. Pero a él no le importa que una ventana, por muy doble que sea, le plante cara, sopla más y más y de súbito ¡bum!, todos los cristales de la ventana y algunos trozos de ella se disparan como una metralla puntiaguda que se clava, preñada de peligro, en las maderas de la habitación.
Plantarle cara al viento, ¡que insolencia!; no encontraba una sola razón para oponerse a él. Todas le proponían evitarlo encuevándose a su paso; luego se comprobarían los desperfectos.
Aquella noche el tiempo empeoraba. El viento había “afrescao”, pero no por la mañana como cuando pasó el “Hortensia”. Uno de los tirantes del pararrayos recientemente instalado en el faro, al atardecer, parecía estar aflojándose. Cuando el viento coge cien kilómetros de carrerilla para darte una pasada devastadora a ti, porque estás allí, en ese faro que sobresale un poquito así, “un ná”, pero plantándole cara, que a él no le importa que le planten cara… .
Encuevado.
Así le apetecía estar a Salterra en aquellos momentos y no se lo pensó dos veces. Comenzó a descender la escalera de caracol y a alejarse de la linterna. Los aullidos del viento al atravesar los fumívoros del cupulino comenzaban a resultar desconocidos. La cúpula lo resistía todo. Los montantes de hierro estaban anclados a la torre. La torre estaba allí desde hacía más de cien años. Los cristales curvos estaban diseñados para ofrecer una menor resistencia al viento y apoyados en los montantes le plantaban cara a lo que fuese. Iba por la mitad de la escalera cuando, de repente, “clic, clic, clic,…….”, algo estaba golpeando contra uno de los cristales; debía ser el cable del pararrayos.
- “Mierda de cable. Se está soltando. Hay que recogerlo desde afuera, desde el patio interior, ¡y a toda prisa!” -
Se le había pasado por la cabeza la idea de lo que sucedería en el caso de que un cristal, por la fuerza del viento, cediese, pero él se iba de allí. Se iba a la parte inferior, varios pisos por debajo, ya presintiendo que salir por la puerta del patio interior no iba a ser moco de pavo. Aquel cable, a merced del viento, se había transformado en un látigo implacable.
Sonó un ¡CLIC!, seguido de un crrrraacc; se acurrucó instintivamente contra la torre cubriéndose la cabeza con los brazos; luego escuchó el estruendo de la cúpula reventándose por las sujeciones externas de los cristales, empujados brutalmente hacia fuera por el aire a más de ciento cuarenta kilómetros por hora que entró de golpe por el hueco del cristal roto por el cable suelto.
La luz del faro se apagó. El ruido de vidrios rotos dio paso a un aullido aterrador que se llevó todas las cuartillas del escritorio emplazado en la cámara de guardia del faro. Sintió pasar hacia arriba cosas que le rozaban, otras hacia abajo; cerró los ojos, se acurrucó un poco más y continuó así, sujeto a los barrotes de la barandilla, unos instantes interminables.
Apartó los cascotes y abrió la gruesa puerta ovalada de la torre, solamente una rendija, lo justo para salir y cerrar.
- “¡Dios!, cuantas veces habré dicho que no quería cables cerca de mi faro. ¡Y ahora ¿qué?! -
- Pii… Pi… Pi… – “Buenas noches. Salvamento Marítimo. ¿Qué desea?” -
- “Buenas. Le llamo del faro. Soy Pancho Salterra, el farero. El temporal ha causado averías que tardarán varios días en ser reparadas. Estará fuera de servicio hasta nuevo aviso. Se encarga usted de radiar este parte a los navegantes.” -
- “Sí. Le he tomado nota. Vamos a ver, Faro de Punta Leonina fuera de servicio hasta nuevo aviso. ¿Es así?” -
- Así está bien. Gracias.” -
La ausencia de viento en la sala de máquinas era total. Los gruesos portones de castaño sujetos a las paredes con férreas carabillas parecían resistir. El teléfono aún funcionaba. El temporal se debilitaba rápidamente, como había llegado.
Provisto de una linterna de mano, volvió a abrir una rendija en la puerta de la torre, estiró el brazo y alumbró. Frente a él, en mil pedazos rotas, yacían las 900 lentes llamadas dioptrios, catoptrios, catadioptrios y de otras formas aún más sugerentes, entre unos restos retorcidos de pulido bronce: La óptica había caído de lo alto de la torre. No quiso ver más. Cerró nuevamente la puerta y se fue derecho al teléfono.
- Pii…Pii… – “¿Sí? ¿Diga?” -
- “¡Cova!. Eres Cova, ¿verdad?” -
- “Sí Pancho, ¡¿quién voy a ser?! ¡Qué raro que llames a estas horas…!” -
- “Sí, soy Pancho, Pancho Salterra y lo dejo todo; me voy a hacer acomodador de cine o lo que sea, porque el puto viento o el puto cable o los dos diabólicamente conjugados, acaban de destrozar el objeto más precioso que había tenido nunca. Me acaban de dar un susto de muerte y, bueno, te llamaba para desahogarme un poco…”. ¿No podrías acercarte por aquí este fin de semana? -
- “¡Mañana a mediodía estoy contigo! No existe nada capaz de detenerme si tu me esperas.” -
- “Qué bien suena eso que acabas de decir Pichurrina. Hasta mañana a las doce.” -
- “Hasta mañana.” -
Amainaba. Ya importaba menos todo lo sucedido. Al fin y al cabo, solamente eran objetos rotos por el viento. Covadonga era otra cosa…… y llegaría, a buen seguro, mañana.
Cuando por fin consiguió conciliar el sueño de la noche, su Pichurrina lo ocupaba todo y el adorable perfil de su rostro se afilaba en unos lujuriosos labios del color de un atardecer con viento.
Otro ciclón había pasado por allí.

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