miércoles, 3 de octubre de 2012

El hongo mortal

Transcurría el verano y, en aquella playa del Cantábrico, los chiquillos se sentían felices. El calor y la ausencia de viento los mantenía correteando junto al mar y chapoteando en los pozos, a pesar de lo avanzado de la tarde. El castillo de arena, que los había entretenido durante casi una hora, estaba siendo atacado por la subida de la marea y, en aquellos momentos, entre gritos y tropiezos, cuatro de ellos se afanaban por
construir una muralla que lo defendiese del embate de las olas. Apilaban frente a él cubos y cubos de arena, tablas y alguna piedra con el vano propósito de detener el movimiento del mar. 

-" ¡Mirad, un barco!"- Todos se volvieron para mirarlo. Navegaba inusualmente cerca de la orilla. Era un pesquero pintado en rojos y blancos que cruzaba frente a la playa en dirección a la Estaca de Bares. Los niños se olvidaron por un momento del peligro que corría su fortaleza y comenzaron a agitar las manos y a gritar:

-"¡Ah del barco! ¡Estamos aquí!"-. Un grupo de señoras comenzaba a recoger las toallas y los gorritos que los niños habían desperdigado por la playa. Era hora de regresar a casa, de darse una ducha y una buena cena. En el pinar que limitaba las dunas, un anciano recogía su silla plegable y conversaba con un pequeño terrier, tan anciano como él: 

-" Ya estuvo bien por hoy, Rayo. El sol se ha cansado de acariciarnos y se va a dormir. Nosotros vamos a imitarle. Los que van en aquel bonitero no pueden hacer lo mismo, esos marineros comienzan ahora su trabajo."

 Efectivamente el barco de madera "Ezequiel" estaba dedicado a la pesca artesanal del bonito e iba en busca de cebo para llenar sus viveros y dirigirse a los lugares de alta mar, por donde, en aquella época del año, abundaban los túnidos. El cebo lo cogerían, probablemente, entre la playa y el cabo, en la enorme ensenada de aguas cargadas de plancton donde el pescado menudo se congregaba en gran cantidad. Generalmente eran parrochas y jureles del tamaño de una sardina pequeña, que capturaban vivos con una red de cerco. El barco era forastero y no conocía aquella costa, por eso había decidido inspeccionarla con la luz de la tarde, sondeando las aguas para situarse con seguridad durante la noche, pues es entonces cuando mas fácilmente se captura el cebo. 

Ahora navegaba con atención a la pantalla de la sonda, en espera de que una mancha oscura a flote le invitase a comenzar la faena.

La Estaca de Bares estaba en la memoria del patrón desde que tenía uso de razón. Todos los marinos y marineros que por aquellos mares navegaban hablaban de ese lugar, en donde los vientos y las corrientes se empeñan en dificultar, desde el principio de los tiempos, el paso de las naves. Pero él tenía a su favor el anticiclón. Después de haberse imaginado docenas de veces alejándose de aquellos acantilados castigados por las tempestades invernales buscando abrigo para capear algún ciclón durante alguna de sus muchas travesías, el destino le había llevado a aquellos míticos parajes una maravillosa tarde de verano, con calma chicha, para realizar un trabajo que él conocía muy bien.
Le impresionaron los acantilados y toda la enorme ensenada, inaccesible y deshabitada, que se extendía por el W de La Estaca, ya en el Océano y que albergaba, sin duda, gran cantidad de especies marinas. La tarea les tendría ocupados parte de la noche, luego pondrían rumbo al N.W. hasta perder de vista tierra. Los depósitos repletos de combustible le permitirían rodearse de mar durante unos veinte días.

Oscurecía cuando el “Ezequiel”, con catorce hombres a bordo, se acercaba con lentitud al Estaquín de Sigüelos. Apenas cincuenta metros lo separaban de aquella roca tan temida, que emerge aislada más al norte que ninguna otra en la costa Cantábrica. Los detalles que la sonda comenzó a reflejar pusieron en tensión al patrón. Allí había mucho pescado y el calado era más que suficiente para largar el aparejo. La calma era total. Viró todo a babor y a la salida del giro comprobó que el calado no había disminuido y el pescado estaba espeso debajo de su quilla. 

- "Veinte brazas, estoy sobrado"- Pensó y, a continuación, voceó desde el puente: -"¡Vamos a largar! ¡Todos a sus puestos!" -.

Encendió las luces de cubierta. Ya la luna les acompañaba recortada en creciente. Se aproximó de nuevo al Estaquín que, sin un solo collar de espuma, permanecía tan inmóvil como la superficie del mar.
-"¡Boya al agua!”- Se escuchó el chapoteo de la boya y el barco comenzó a virar largando por la popa el aparejo. 

La maniobra era sencilla: se trataba de navegar en círculo hasta que la red se juntase por los extremos conformando una enorme bolsa, para después izarla y, por medio de un truel, ir llenando los estanques de pececillos vivos.

La noche no podía ser más agradable. El aparejo había sido largado casi en su totalidad. La tripulación se desplazaba a babor pues se acercaba el momento de levar. Sólamente restaba coger la boya. La pantalla de la sonda marcaba una mancha de pescado de una espesura poco común. El patrón no recordaba haber hecho un lance tan efectivo en toda su vida. La forma de la mancha, ocupando las diez primeras brazas en la superficie, le presagiaba una marea bárbara. 

La luz de cubierta no le dejaba ver la boya, así que se asomó y la localizó. Le quedaba bastante fuera por el W., se había desviado unos metros hacia el E. Forzó toda la caña a babor y, mientras lo hacía, vio como en la pantalla de la sonda el fondo comenzó a elevarse casi verticalmente a quince brazas, a diez. Estuvo a punto de dar atrás pero en ese momento vio por proa el Estaquín a unos treinta metros.

-" ¡Lo libramos!" - Se dijo, y continuó. La sonda se había estabilizado en ocho brazas, pero, de nuevo, el fondo comenzó a elevarse a gran velocidad. Se sintió un rascazo brutal a la vez que una sacudida zarandeó a toda la tripulación. El barco se levantó de proa y mansamente se tumbó sobre el afilado arrecife que la calma había ocultado. La máquina paró, las cuadernas cedieron, el silencio todo de la mar en calma se borró bajo el crujido de la madera: El barco se hundió. Los náufragos se salvaron en su totalidad.

A la mañana siguiente, una lancha de reconocimiento recorrió la zona del siniestro, en donde una gran bolsa de red flotaba sujeta firmemente al barco hundido convirtiéndose en un peligro para otras embarcaciones, por lo que las autoridades decidieron poner solución al problema y valiéndose de unos buceadores y de un remolcador, amarraron la red y, tirando de ésta, arrastraron el barco media milla escasa, en donde el calado aumentó a unas treinta brazas. Allí, por causa del peso, se desgarró la red, quedando el Ezequiel posado en el fondo y sujeta a él, como una gorgonia gigante, una melena de red de casi quince brazas que ya no suponía ningún peligro para la navegación. 

Transcurrieron unos meses. Besteiro era pesquín y, más que eso, trabajador. Patroneaba su propio barco y con una tripulación de seis hombres defendía bien el jornal que la mar nunca regala. Estaba dedicado a la pesca de la lubina porque en invierno no le gustaba estar lejos de casa y le iba bien. Se arriesgaba largando sus palangres entre aquellos bajíos que rodeaban La Estaca de Bares y le gustaba. Conocía aquella costa -" arrecarallo"-. Sabía que alrededor del Estaquín siempre había lubinas, pero tenía que arrimarse y allí estaba largando todos los días, arrimadiño y con muchos corchos para pescar en superficie y evitar que picaran otro tipo de peces.

Aquel día, al terminar de recoger sus palangrillos, repasó el fondo con la sonda separándose un poco más de lo habitual, intentando localizar el barco hundido y descubrió un arrecife que ascendía a quince brazas del fondo y a los lados del mismo la sonda dibujaba oscuras manchas de pescado.
- " Vamos a largar aquí afuera y al fondo. Cuatro cestas."- Allí estaban los restos del barco hundido y él sabía que los pecios eran buenos cobijos para los peces. "¡Piedra cada quince anzuelos!, ¡más cala a la boya, cuarenta brazas!"

- Podían ser abadejos, grandes abadejos que, en ese tiempo, arrimaban a la costa para desovar, y él tenía los aparejos apropiados y un vivero lleno de patexos para ponerles de cebo. Largó por fuera del casco hundido, arrimando.

Al día siguiente comenzó a levantar. Había soñado con aquellas cuatro cestas; con un barco posado en el fondo, habitado por una nube de enormes abadejos y por entre ellos, irresistible, su palangre con cuatrocientos patexos moviendo incansables sus patitas. Comenzaron a distinguirse en la profundidad cristalina del mar, manchas brillantes al final de la tira que subía el halador y a medida que se aproximaban a la superficie fueron creciendo. Toda la tripulación guardaba un silencio expectante hasta que Besteiro desde el puente gritó:

-"! ¡Son robalos! ¡No perdáis uno! Tú, Pataca, coge el truel y no te muevas de ahí. ¡Como se te vaya uno te arranco la cabeza!

- En efecto, eran robalos. Todos de cuatro a seis quilos de peso, que subían, uno tras otro, enganchados en los anzuelos. 

Recoger aquellas cuatro cestas había sido una labor frenética y nada más terminar la faena ,volvió a largar en el mismo sitio pero esta vez fueron tres hileras de aparejo: una por el norte, otra por el sur y otra por encima del barco hundido. Las manchas que la sonda dibujaba a su alrededor eran bandos de grandes peces y él estaba allí para pescarlos. Llevó a la lonja treinta cajas de robalos que despertaron la codicia de otros pescadores, entre ellos Nando "el Tiñoso", que aquella misma tarde se hizo a la mar y largó sus palangres en donde Besteiro había largado los suyos, de manera que sobre el barco hundido se concentraron varios miles de anzuelos cebados con patexos vivos, en los que los robalos se engancharon a cientos.

A la mañana siguiente, cuando Besteiro se disponía a recoger su aparejo, divisó unas boyas que no le hicieron ninguna gracia pues indicaban que alguien había largado otros palangres por encima de los suyos. Apareció en escena " el Tiñoso" y tras una acalorada discusión por medio del aparato de radio, comenzaron la faena. 

Besteiro levantaba los primeros anzuelos y, de nuevo, los robalos comenzaron a amontonarse en los trastes. Una cesta, dos, mientras, "el Tiñoso" parecía tener problemas, pues su aparejo semejaba estar enganchado en la profundidad. Besteiro estaba levantando los cien anzuelos de la segunda cesta cuando el marinero que manejaba el halador gritó:

-"¡Estamos presos en el fondo!”-

-“¡Haz firme! ¡Voy a dar avante!” - Respondió el patrón.

La tira de palangre se rompió. Se dirigieron a la boya del final y comenzaron a recoger por allí, pero también por aquel cabecero estaban enganchados a algo en el fondo y de nuevo se rompió. La corriente había arrastrado las tiras de anzuelos repletas de peces hasta enredarlas en la red que permanecía sujeta al casco hundido, y allí quedaron los aparejos de los dos barcos, liados y apresando a los robalos que morirían lentamente.

A partir de aquel día, en el fondo, alrededor del casco hundido, comenzó a formarse un enorme lío de sedales, anzuelos y redes. Cada vez que un barco larga sus artes en aquel lugar, una buena parte de ellas, con la pesca correspondiente, queda enganchada en las anteriores y así sucesivamente. Bandos completos de peces que se acercan al casco hundido encuentran una muerte inútil entre la maraña de redes y anzuelos que la incompetencia humana continua amontonando a media milla por el noroeste del Estaquín de Sigüelos, la roca que separa el mar Cantábrico del Océano Atlántico. Allí la sonda ya dibuja un enorme y silencioso hongo en donde los cadáveres de los peces continúan pudriéndose inútilmente tras angustiosas agonías. El olor de los peces en descomposición atrae a gran cantidad de crustáceos que terminan enredados en la maraña de aparejos y agonizan lentamente hasta ser devorados por las pulgas de mar, quienes resultan ser las únicas beneficiarias de la continua masacre, puesto que, los enormes congrios que allí habitan, imposibles de pescar, y cuyos estómagos, gargantas y bocas tienen enquistados cientos de anzuelos oxidados, no deben disfrutar mucho del festín carroñero que rodea al "Ezequiel", en cuyos depósitos repletos, dieciocho mil litros de gas- oíl aguardan pacientes a que la corrosión les abra una rendija para dejarse llevar por la corriente. 

Nota.
- Entre las observaciones anotadas en el libro de servicio del faro de La Estaca de bares, en el año 1997 puede leerse: "A las 2 de la madrugada se hunde el bonitero "Ezequiel" tras colisionar contra los bajos del Estaquín de Sigüelos. Sus tripulantes fueron rescatados sanos y salvos por lanchas de Cariño”. Sept. 2002 -

Me he enterado de que un marinero que se fondeó sobre el pecio del “Ezequiel” para pescar calamares, ante la continua pérdida de poteras, porque se enganchaban en el fondo, decidió cambiar de posición. Al querer levar el fondeo comprobó que éste también estaba preso. Hizo firme el cabo y dio avante consiguiendo librar el enroque. Al recogerlo se percató de que pesaba mucho, traía algo enganchado. Efectivamente, cuando asomó la cabeza por la borda, vio que un trozo de red de unos cinco metros venía enganchada en el ancla. El trozo de red de nylon que recuperó tenía enredados tres lubricantes de gran tamaño, uno vivo, otro moribundo y, del tercero, solamente quedaban unos trozos del caparazón. El moribundo le impresionó. Pesaría cuatro kilos y era horriblemente deforme; indudablemente había crecido “enredado”. Quién sabe si primero había sido una pata, o una pinza, o la suculenta cola, el resultado estaba a la vista: Las articulaciones, estranguladas por los hilos, emergían de una bola de nylon, el mismo material que envolvía un cuerpo impedido en cuyo caparazón estaba incrustada ya la red.

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