viernes, 5 de octubre de 2012

El patinete

El tele-club de la aldea se había reducido definitivamente al único bar para sus escasos y veteranos habitantes.

Andrés y Marisol, con el menor de sus cuatro hijos, se habían instalado en el pequeño edificio de dos plantas, perseguidos por la indigencia e ilusionados por sobrevivir, atendiendo el sencillo negocio de hostelería. Tras medio siglo de miserable existencia, entre trabajos a medio terminar y gentes de la peor catadura, el matrimonio, con la salud destrozada, se había propuesto sacar adelante a lo que
quedaba de su revoltosa prole y disfrutar de los últimos años en la tranquilidad de aquella aldea gallega. Aferrados a una casucha y al huerto que la rodeaba, que por asuntos de herencias les había correspondido,
habían permanecido  veinte años alejados del pueblo. Su hogar había sido la casa del molino, una vieja casa destartalada y descuidada río arriba, desde donde, en las noches, no se veía alumbrar luz alguna y a la que se llegaba por tortuosos senderos que Andrés había atravesado a oscuras, dos veces al día, durante veinte años: una para ir a arrancarles el jornal a los eucaliptos antes del alba, la otra para regresar, tras ahogar en la taberna las penurias del día.

Los tres hijos mayores habían crecido sin conocer la escuela y ya despuntaban unos buenos y miserables jornaleros, cuando un buen día se fueron de la aldea en busca de una prosperidad que a todas luces allí nunca conseguirían.

El bar del tele-club dejaba unos raquíticos beneficios, fruto de las escasas consumiciones de los ancianos vecinos, por lo que Marisol se vio nuevamente obligada a realizar trabajos fuera de su casa y contribuir, con sus sangrantes jornales, a sanear la quebrada economía de los suyos: mientras ella trabajaba fuera, él "regentaba" el bar del teleclub.

Corría el mes de diciembre y, aquella mañana, Andrés estaba de muy buen humor, a pesar de que la lluvia no había cesado de caer en los últimos días. En su sonrisa inocente y plastificada se podía entrever la resaca de la borrachera de las nueve. Su fétido aliento se proyectaba, como una perdigonadas agresiva, por todo el miserable local. Los cochecitos de Iván se amontonaban en la esquina oscura, junto al congelador. Sobre él, una montaña de ropa huérfana de plancha y armario. La formica del mobiliario, a aquella hora, solamente atraía al Sordo, sentado, acodado sobre la mesa y completamente dormido. Las cagadas de las moscas oscurecían los tres tubos fluorescentes cuya luz se esparcía amarillenta y penumbrosa, mientras el ventanal de aluminio era el marco desamparado de unos sucios cristales por los que chorreaba descaradamente el vaho.

El Sordo y Andrés solían comenzar a beber juntos a primera hora, y a media mañana estaban en perfectas condiciones para interpretar su atormentado papel en el transcurrir de los días de la aldea.

Como todas las mañanas de labor, el cartero pasaba por el tele-club a dejar el periódico y la correspondencia.

- "¡Buenos días Andrés!, por decir algo. ¿Cuanto hace que esta lloviendo?".

- "Cuatro días seguidos. Estamos en invierno, pero no tardará en cambiar el tiempo, porque no debe de quedar mucha agua allí arriba".

- "Esperemos que sea pronto. Están empezando a desbordarse los ríos. Ponme una cerveza y al Sordo lo que tome".

- "El Sordo tiene la nevera sellada hasta después del almuerzo".

- "¿Que tomó hoy que está tan quieto?".

- "Coñac; siempre que toma coñac se queda así de traspuesto, y eso que se lo advertí: Sordo, que el coñac de ahora no es como el de antes, que este da muermo. La caña si que es buena, ¡mírame a mí!. Pero se hizo el sordo y se bebió casi media de coñac. Peor para él. Si me hiciera caso podía estar como yo, tan fresco".

- "Hoy se te ve contento. ¿Alguna novedad?"

- "Estoy esperando al taxi que viene de llevar a don Julián a la capital. Le encargué a Servando un patinete para Iván. El crío no calla desde que fue de excursión a Santiago. Dice que allí los niños se pasan horas corriendo y paseando, pues cada uno tiene el suyo y él no tiene otra cosa en la cabeza que el dichoso patinete. Los vi por la tele y tienen muy buena pinta. Hoy le dan las vacaciones y va a tener tiempo de disfrutarlo.
Todos tuvimos patinetes, ¿0 no?. Cuando yo era del tiempo de Iván tenía el mío. Pero en aquella época cada uno se tenía que hacer el suyo: Unos rodamientos, unas tablas, sierra, martillo y clavos. Y disfrutábamos más que estos chavales de hoy".

El cartero levantó la vista del periódico.

  -"Si, a mi también me tocó ese tiempo. Nosotros los hacíamos bajos, para patinar arrodillados, con el manillar muy bajo. Nos daba la impresión de ir más deprisa. Jugábamos a las carreras por los jardines del parque. Cuando los teníamos dominados nos juntábamos varios críos y bajábamos por la cuesta de la Vega, que tenía una pendiente muy pronunciada. El que no se desarmaba durante el descenso, hacía de modelo para los posteriores. Era otra época. Estos que están de moda ahora tienen muy buena pinta. ¿Te lo traerá durante la mañana? Tengo curiosidad por ver como están hechos".

- "Debe estar llegando. Me telefoneó diciendo que ya venía de camino y que fuese preparando el bolsillo. ¿Sabes cuanto cuesta?".

- "No, ¿cuanto?"-

- "Doce mil pesetas".

-"¡¡¡Ahí va!!! Por ese precio yo me lo habría pensado algo más. Iván tiene aquí pocos lugares por los que correr con ese juguete. Los caminos del pueblo no están en condiciones, ni siquiera hay una acera por la que deslizarse. Solamente se me ocurre la terraza, cuando por fin haya salido el sol. Mucho dinero....".

- "Me arruinó el mes, porque a mi el dinero no me sobra. Ahora voy a pagarle a Servando con esto que tenía apartado Marisol para las coca-colas. Ya veremos lo que ocurre luego. La ilusión de Iván está por encima de todo".

- "Los regalos hacen ilusión a quien los recibe y a quien los hace".-, puntualizó el cartero.

Llegó Servando después de haber dejado en su casa a Don Emilio, y tras preguntar a Andrés por las doce mil y embolsárselas, sacó del maletero del taxi un paquete alargado, adornado y protegido por un papel estampado con paisajes nevados, trineos y ciervos. Un gracioso tirabuzón de cinta amarilla remataba el lazo que lo sujetaba todo.

Andrés salió a su encuentro e hizo ademán de quitárselo de las manos, pero, bruscamente, Servando lo apartó protegiéndolo con su cuerpo.

- "Déjame terminar de llegar, no tengas tanta prisa. Vete poniendo un vaso que me lo he ganado. Me llevó más de una hora encontrarlo porque están agotados en casi todas las tiendas. Al final hubo suerte y en un comercio de la calle Mayor conseguí éste, que es como los de los chavales que vi por allí. Es una plaga muy sana. Da gusto verlos corretear por los parques, pero yo venía pensando que Iván, por aquí, lo va a tener difícil. Como no patine por la terraza...".

- "Ya buscará él por donde ir, y si no, ya lo llevaré yo, que para eso soy su padre ¿no?" .

El paquete quedó sobre el mostrador; la conversación se animó por momentos. El Sordo se despertó y tomaron una ronda mientras hablaban todos de Iván.

El niño era sin duda el rey de la casa, y del pueblo. Tenía siete años y era muy dado a bromas y juegos. Los que conocían a sus padres sabían que Iván lo iba a pasar mal sin lugar a dudas en un futuro no muy lejano, pero mientras tanto, todos en la aldea le querían por poseer la sonrisa franca de la infancia. Andrés tanteó el paquete.

- "Parece que pesa. Ya será bueno, digo yo".

- "Es como los demás, ni menos ni más".

- "Tu ya lo has visto. Por eso te pregunto".

- "Y tu acabas de pagármelo y todavía no sabes lo que has comprado. Échale una mirada a ver si es lo que querías".

- "El caso es que da pena deshacer el paquete, con lo curioso que está...".

- "¡Qué curioso ni que narices!" - dijo el Sordo, que en vez de despertarse parecía haber caído de un segundo piso - . "¿No vas a comprobar el regalo de tu hijo?".

- "Bueno. Se puede quitar el papel y el lazo, luego los pondrá de nuevo Marisol".

Los ojos de Andrés cobraron vida con la emoción olvidada del día de Reyes. La escena de abrir el paquete resultó grotesca; Andrés se arremangó, miró a ambos lados de la barra, apartó los vasos y colocó el paquete en el centro sin reparar en que aquel era, justamente, el lugar en donde más vino se había derramado. El envoltorio comenzó a deteriorarse. Sacó del bolsillo una navaja de oscuras cachas y cortó papel y lazo sin ningún miramiento, de abajo hacia arriba, hacia la derecha, hacia la izquierda... .

- "Vamos a quitar el papel. Que vea la caja que es más chula".

El bonito papel estampado terminó mojado en vino, arrugado y pisoteado al pie de la barra. Bajo él apareció una caja de cartón en donde se podía ver dibujado y fotografiado el anhelado patinete. Hubo que recurrir nuevamente a la navaja para deshacerse del celofán y pasar al estuche de plástico que contenía, desarmado, el regalo de Iván. Tras manosear todos las piezas las devolvieron a la caja, tras lo cual Servando se marchó en su taxi y el
cartero en su motocicleta. El Sordo pidió otro coñac y un vaso de agua. Andrés se bebió de dos tragos una Fanta de naranja y se sirvió otra copa de caña.

- "¡No me digas que no vas a armarle el juguete a tu hijo!" - dijo el Sordo - "¿Esperas que lo arme él?.

Tienes que ayudarle. Es muy crío para esas tareas. Mejor será que se lo armes para que lo encuentre listo cuando venga del colegio".

- "Si, será lo mejor. Tenemos tiempo ahora que no hay clientes".

Allí mismo se pusieron manos a la obra de acoplar las brillantes piezas, hasta probar por el suelo del bar el regalo de niño. La secuencia de los dos borrachos correteando en el patinete por el suelo húmedo del insano local no tuvo testigos.

Cuando a media tarde llegó Iván de colegio, su padre y el Sordo le habían colocado el patinete en la pared, colgado de un clavo. La bonita caja de cartón satinado que lo contenía estaba ya en el trastero.

- "Mira lo que apareció hoy en la pared: ¿Será para Iván?".

- "¡Mi patinete! ¡Gracias Papi!" - y se colgó fuertemente del cuello de su padre rebosante de agradecimiento.

Aquella tarde en el teleclub se olvidaron de la televisión. Nada podía superar la distracción que supuso el estreno del patinete por el suelo del bar, en donde cuatro ancianos se iban sentando frente a una mesa de formica, sobre la que un sucio tapete y una mugrienta baraja les aguardaban.

La lluvia racheada y acosante persistía en lavar los graníticos dinteles de la pequeña iglesia. Por las piedras de sus muros, colonias de líquenes coloreaban imaginarios mapas de secretas rutas en ámbares y esmeraldas, con destinos tan distantes y tan próximos  como los colores de las gorgonias marinas.

Transcurrieron varios días sin que el pequeño Iván pudiese, por causa de la lluvia, sacar al exterior su flamante vehículo, y ya su padre le había prohibido usarlo dentro del local, cuando por fin, se produjo un cambio en el tiempo y amaneció un día soleado.

El niño salió a primera hora de la mañana arrastrando y cargando con el juguete por las accidentadas callejuelas de la aldea, pues no había manera de avanzar más de tres pasos sin caer en algún bache o quedar atrapado en un charco; no obstante, no dejó casa sin visitar, gritando entusiasmado a las puertas cerradas, a las vacas de las cuadras, a los perros y a los gatos que conocía por su nombre:

- "! ¿Veis el patinete? Para que no digáis que soy mentiroso".

A eso de las once llegó el cartero al tele-club.

- "¡Qué hay Andrés! Por fin ha parado de llover".

- "Ya lo dijeron anoche en el parte. Nordeste y con viento de nordeste no suele llover. ¿Qué te pongo?".

- "Cerveza. Y tú, Sordo, ¿qué estás tomando? Ponle uno de esos."- señalando un vaso mediado de vino blanco turbio posado frente al Sordo, sobre la formica de la mesa terriblemente vacía, en la que un rayo de sol incidía para delicia de las moscas que allí se congregaban a corretear y copular con frenesí.

- "Gracias hombre, ¡a su salud!. Estas mañanas soleadas entra bien el blanco". Y vació el vaso de un trago para hacer sitio al siguiente.

El cartero se enfrascó en el periódico mientras una telenovela esparcía por el local una sarta de canalladas con acento caribeño. Una noticia de la prensa le llamó la atención: Hablaba de los patinetes. Advertía del peligro que podrían correr los usuarios de los mismos pues habían sido detectados en el mercado algunas marcas y modelos sin estar debidamente homologados. A continuación, el artículo insertaba dos listas de marcas, una de patinetes homologados y otra de los modelos de "la competencia".

El cartero no comentó la noticia. Pasó página y le preguntó a Andrés:

- "¿Por donde anda Iván que está esto tan tranquilo?".

- "¡Qué se yo por donde andará!. Salió de casa antes de las nueve con el dichoso patín y en toda la mañana no le volví a ver el pelo. Me ha dicho Maruja que hace media hora estaba en el campo del molino con Migueliño. Que estaban patinando por el cemento que echó Manolo por el camino. ¡Mira que rápidamente se buscan la vida!”.

- "¡Pues si! Allí tienen un tramo que está bastante liso, pero donde tiene que disfrutar el chaval es abajo, en el puerto, en la pista de juegos que construyó el Ayuntamiento. Esa quedó muy lisa y es para que jueguen. Lito, el hijo de Don Julián, que tiene un patín como el de Iván, estaba correteando por la pista esta mañana. Con este buen tiempo puedes bajarlo después de comer en el coche y que juegue allí toda la tarde".

- "Eso mismo pensaba hacer. En cuanto termine de comer los bajo al puerto a él y a Migueliño. Te digo yo que lo van a pasar bien".

- "¿Miraste si el patín es de los "buenos"?. Viene una lista en el periódico".

- "No, todavía no lo leí. ¿Dice algo de los patinetes?".

- "Que por lo visto, hay algunos que no están homologados y pueden causar accidentes. Viene una lista en un artículo grande. Cóbrame. Tengo que seguir repartiendo".

- "Hasta la noche".

Andrés vio a través del vaho del ventanal cómo el cartero se alejaba en su ciclomotor, luego se volvió, se colocó las gafas y comenzó a pasar las páginas del periódico. Localizó el artículo y lo leyó con avidéz. Con el periódico en la mano se metió en el trastero, en busca de la caja de cartón que contuviera el patinete. Miró la marca y repasó la lista: Allí estaba, entre las no homologadas. Apretó fuertemente los puños y comentó en voz baja:

- "¡Siempre nos toca a los mismos....!".

A continuación escondió la delatora caja en el fondo del trastero y separó del periódico la página que contenía la referencia a los patinetes. Era el único periódico de la aldea y no iba a permitir que ninguno de los ancianos que a la caída de la tarde pasaran por allí a ojearlo, pudiese irle con el cuento a Iván y ocasionarle el correspondiente disgusto. El patinete lo había armado él con sus manos y podía asegurar que no se iba a romper. No se podía hacer caso de todo lo que se escribe en los periódicos, y la tarea de devolverlo, recuperar el dinero y comprarle uno "de los buenos", le parecía desmesurada.

Así pues, a las tres de la tarde, Iván y Migueliño estaban correteando con el patinete por la pista de juegos del puerto.

- "Portaos bien y no os mováis de aquí. Si necesitáis algo se lo decís a María que estará en su casa. Yo volveré a recogeros a las seis".

Los chiquillos quedaron encantados turnándose en carreras tan veloces y largas como no habían conocido hasta entonces. El patinete se deslizaba por la pista con una suavidad que los tenía cautivados. Al poco rato se unió a ellos Lito con su patinete, animando aún más la soleada tarde.

- "¿De qué marca es el tuyo?".- preguntó Lito.

- "Es un Spider. ¿Y el tuyo?".

- "El mío es Máster. Es mejor".

- "¿Por qué es mejor?".

- " Porque en la lista del periódico viene el primero".

-  "¿Y el mío en qué puesto viene?".

- "No lo  sé. Si quieres vamos a mirarlo en el periódico".

- "Vale, vamos luego a verlo, porque no me creo que el tuyo sea mejor. Ahora vamos a echar una carrera".

Antes de terminar de dar la primera vuelta a la pista, Iván se convenció de que el patín de Lito era más velóz que el suyo, pues le sacó una ventaja considerable. Nunca se le había ocurrido pensar que Lito le pudiera superar en una carrera, en cualquier carrera.

Siguieron correteando y divirtiéndose hasta que decidieron acercarse a la casa de Lito. Volvieron con una hoja de periódico que éste ocultaba bajo la ropa. Fueron hasta el final de la pista y allí se sentaron, desplegando ante si la misma página que Andrés había hecho desaparecer en la aldea.

- "Aquí está. El mío es éste, ¿lo ves? El mejor de los buenos".

Los ojos de Iván escudriñaron  de principio a fin la lista de marcas sin encontrar la suya.

- "El mío no viene".

- "Mira en la lista de falsos, que es esta otra. ¡Aquí lo tienes: Spider. Es falso! ¡El tuyo es falso! ¡El tuyo es falso!".- comenzó a vocear Tito -.

- "Ya, ¿y qué tiene que ver que sea falso?".

- "Que cuando vas a toda velocidad se desarma y te rompes la cabeza contra el suelo".

Iván apretó los dientes, y se puso en pie. Patinando suavemente salió de la pista enfilando el malecón del puerto gritando a sus amigos:

- "¡Conque me rompo la cabeza! ¿Eh?, pues ahora veréis lo que hago".

Tito y Migueliño le siguieron con la vista hasta la punta del malecón en donde el  pequeño Iván se apeó del patín y lo arrojó al mar.  Nada más hundirse regresó con paso firme junto a sus amigos.

- "Ya no hay patinete. A ver quien se rompe la cabeza ahora".

En el rostro del niño se dibujó una dura expresión, que aún se endureció más, cuando a las seis llegó su padre a recogerle.

- "Es la hora de la merienda. Ya estuvo bien por hoy. ¿Donde tienes el patinete?".

- "Lo tiré al mar. Era falso y me iba a romper la cabeza".

- "¡¿Cómo que lo tiraste al mar?! ¿Quién dijo que era falso?".

- "Lo dice el periódico. Me compraste un patinete falso para que me rompiera la cabeza, pero no me la voy a romper".

- "Y ¿lo tiraste al mar? ¿Tú estás loco? ¿Sabes lo que me costó?".

- "No, ni me importa, y si vas a pegarme puedes pegarme y romperme la cabeza tú".

Bajó la durísima y desafiante mirada hasta sus pies y, tras apretar fuertemente los labios, comenzó a llorar desconsoladamente. Tanto fue así, que su padre sacó del bolsillo el pañuelo y se acercó a él.

- "Anda hijo, no llores, que te compraré uno de los buenos".

- "¡Déjame! No estoy llorando. No quiero más regalos tuyos. Cuando sea mayor como mis hermanos me los compraré yo".

- "Bueno hijo. Ya se te pasará. Vamos a casa”.

El pequeño hubiera querido marcharse corriendo y dejar muy lejos la aldea y a su padre, pero lloroso y sumiso se subió al coche.

Una caries de rencor comenzó a oscurecer su inmaculada infancia.

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